Convivir con la naturaleza (foto de Jaime Cristóbal López)

jueves, 16 de agosto de 2012





La Tierra invade Marte


     El cohete portador ha despegado de Cabo Cañaveral con un cargamento especial: el róbot todoterreno de la NASA Curiosity (literalmente, 'Curiosidad'). Una vez alcance la así llamada órbita 'de aparcamiento', el Curiosity recibirá un impulso para que pueda encarrilarse en la trayectoria programada rumbo al Marte. Su misión consistirá en buscar pruebas de la presencia de vida en el Planeta Rojo.

La Tierra y Marte están separados por una distancia de entre 55,76 millones y 401 millones de kilómetros, dependiendo de las órbitas de cada momento concreto. Teniendo en cuenta que en el espacio la línea recta no es la ruta más corta, los expertos calculan que Curiosity tendrá que atravesar unos 570 millones de kilómetros antes de alcanzar su blanco. Está previsto que llegue a su destino dentro de 255 días, el 6 de agosto de 2012.

'Curiosity' es un ingenio cinco veces más pesado que todos los robots anteriores de este tipo: su tamaño es como el de un automóvil compacto (dos veces más largo que sus predecesores) y su masa es de casi una tonelada. Su innovación principal radica en su sistema alimentación energética, ya que la energía necesaria para su funcionamiento no la obtendrá del sol por medio de paneles solares, sino gracias a un generador termoeléctrico de radioisótopos que funciona a base de plutonio. Gracias a este generador, Curiosity no dependerá de las condiciones climáticas y tendrá una vida útil de 14 años.





Si todo sale bien, la sofisticada nave de la NASA ‘Curiosity’ se posará este lunes 6 de agosto de 2012 en la superficie del planeta rojo para explorar si ha albergado vida.

 

Durante más de veinte minutos, científicos e ingenieros de la NASA contendrán mañana el aliento mientras la nave más sofisticada jamás enviada a Marte, bautizada como Curiosity, intentará posarse en el planeta rojo. Ocurrirá hacia las siete y media de la mañana, hora española, si todo sale como está previsto.



La nave, un platillo volante de casi una tonelada, entrará en contacto con la alta atmósfera marciana como un bólido a 5.800 metros por segundo, brillando como un demonio enfurecido al rojo vivo. Unos cuantos cohetes se encenderán para frenar un poco la caída. Luego, el artefacto desplegará un enorme paracaídas supersónico y mientras cae se deshará de su parte inferior, la loseta de protección térmica. En ese momento, el artefacto encenderá un radar que explorará el suelo, realizando los ajustes necesarios en su cerebro electrónico en un tiempo cronometrado al milímetro. El paracaídas frenará su descenso, pero no del todo. Una vez desprendido, la nave seguirá su bajada a más de 300 kilómetros por hora. Los retrocohetes tratarán de evitar el desastre. A solo veinte metros del suelo, la nave soltará un robot con ruedas, al que permanecerá unido mediante cables. Como una araña metálica que sujeta su delicada presa con hilos de seda, el artefacto dejará que las ruedas del rover toquen con suavidad el suelo, y luego se alejará.




Este descenso durará siete minutos críticos, que los expertos han calificado como de puro terror. Tendrán que esperar otros catorce para saber si ha tenido éxito. El re­­tardo en las comunicaciones con Marte añade aún más suspense. “Es el mayor desafío al que nos hemos enfrentado. Jamás lo habíamos intentado en Marte”, indicó el ingeniero Miguel San Martín en un vídeo del Laboratorio de Propulsión a Chorro de Pasadena (JPL en inglés). Durante esa angustiosa caída se encenderán decenas de artefactos pirotécnicos. Un solo fallo, y el rover se habrá hecho pedazos contra el suelo. Es comprensible el nerviosismo que atenazará mañana la garganta de más de uno. Cualquier contratiempo en esta fase tan delicada puede desparramar sobre el barro marciano más de 2.500 millones de dólares de sofisticada tecnología, haciéndola puré. Pero si todo sale bien, la NASA habrá colocado con éxito un robot de seis ruedas, del tamaño de un utilitario, en el fondo de un cráter de seis kilómetros de tamaño. Cuando sus cámaras se activen, recogerán en sus retinas electrónicas un mundo frío y seco. Y empezará la aventura.



¿Qué es exactamente Marte? Piense en un planeta seco hasta los huesos, un poco más de la mitad de tamaño que la Tierra. Un mundo más pequeño, pero grandioso. Allí hace un frío mortal. Temperaturas de hasta noventa grados bajo cero se conjugan con una atmósfera enrarecida, sin oxígeno y, por supuesto, sin agua líquida. Marte es como un desierto, helado hasta el tuétano. Pero al mismo tiempo, el paisaje que se abre ante sus ojos es sencillamente inigualable. En su parte más occidental, las tierras ocres rinden homenaje a los volcanes, y el Olimpo, el mayor de todo el Sistema Solar, está rodeado por nubes de partículas de hielo y eleva sus paredes de lava hasta la estratosfera, a más de 22 kilómetros de altura, gracias al milagro de la baja gravedad de Marte. Tiene que ser un espectáculo contemplar cómo esos inmensos farallones de lava de millones de años reflejan la luz de un sol empequeñecido.



El Laberinto de la Noche (Noctis Laby­rinthus) es un enjambre de valles secos colmados por centenares de hondonadas y barrancos colosales, en cuyo fondo se proyectan sombras sobre las que se distinguen brumosos jirones de dióxido de carbono helado a más de cien grados bajo cero. Forma parte del Valles Marineris, un gigan­tesco cañón que recorre miles de kilómetros como una herida abierta, con gargantas de hasta siete kilómetros de profundidad. En comparación, el Cañón del Colorado es un auténtico enano.



Marte es extraño también si se echa un vistazo a su mapa global. Lejos han quedado los tiempos en los que el astrónomo italiano Giovani Schiaparelli creyó ver canales allí, el fruto de una civilización inteligente. Lo cierto es que la mayor parte de su hemisferio sur está agujereado por cráteres de impactos colosales, hecho de una tierra rugosa y accidentada, de una forma que nos recuerda a la Luna. Sin embargo, en su hemisferio norte la superficie es lisa, tan extraordinaria que es muy fácil imaginarla como el lecho ahora seco de un océano. Los expertos especulan que hace quizá muchos millones de años, el hemisferio norte de Marte estuvo sepultado bajo un mar de noventa metros de profundidad, lo que habría borrado los impactos de los meteoritos. La Curiosity (bautizada también como Mars Science Laboratory o MSL) aterrizará precisamente en un lugar relativamente cercano a esa costa marina, el cráter Gale, en la frontera entre las tierras lisas del norte y el rugoso sur.

Cualquier contratiempo hará puré 1.500 millones sobre el barro marciano

Es un sitio intrigante. Aunque en medio del cráter se alza una montaña de cinco kilómetros, el anillo que la rodea no es sino una depresión tan profunda que el agua “debió de haber formado aquí lagos”, en palabras de John Grotzinger, el científico principal de la misión, en una animación realizada por la NASA. El lugar está formado por capas de sedimentos presumiblemente depositados por el agua. Si los expertos tienen éxito, conducirán el rover mediante control remoto a través de un terreno de capas que, en palabras de Grot­zinger, serían como los capítulos de un libro desconocido sobre la geología marciana. “Si comienzas por la parte baja de la montaña, lo haces sobre los sedimentos más antiguos, mientras que las capas que están en la cima serían los capítulos más jóvenes”. El rover entrará posteriormente en un cañón plagado de rocas que se formaron presumiblemente por la acción del agua y las someterá a su análisis. Será una conducción lenta. El artefacto tardará bastantes semanas, puede que meses, en llegar hasta aquí. La misión podría durar dos años. Si hay suerte y conserva energías suficientes, la Curiosity podría explorar un terreno aún más rugoso y extraño que se abre después de ese cañón.



Imagínelo como un laboratorio con ruedas: el equivalente a mandar allí un geólogo humano, solo que armado con un instrumental formidable. Este geólogo muestra un aspecto mucho más marciano: posee diecisiete ojos, dos cerebros y un cuello muy largo. Contemplará el mundo desde una altura superior a los dos metros. Con su mirada láser será capaz de vaporizar una minúscula muestra de roca a siete metros de distancia, determinar si se trata de una roca volcánica o sedimentaria, y analizar de qué está hecha. En sus tripas, el explorador llevará una decena de instrumentos científicos. Espectrógrafos para determinar los tipos de minerales, instrumentos de difracción de rayos X, aparatos para identificar residuos orgánicos. Lleva una estación ambiental diseñada por científicos españoles del Centro de Astrobiología del INTA para medir la temperatura del aire, suelo, presión y humedad, y radiación ultravioleta. Extenderá un brazo robótico hasta 1,7 metros, con una mano provista de un taladro, un cepillo, bandejas para muestras, y una cámara de alta resolución para fotografiar lo que encuentre entre dos centímetros y el infinito. Ciertamente, la Curiosity no habría desentonado en un filme como La guerra de los mundos, de Byron Haskin, donde las portentosas naves marcianas se alzan en el aire para escupir rayos abrasadores sobre los humanos. En este caso, los invasores somos nosotros.



A pesar de todas esas fabulosas capacidades, el artefacto no podrá decirnos si hay vida o no en Marte. Si tiene éxito, los científicos podrán deshojar la geología con más precisión y afirmar que el planeta tuvo las condiciones para albergar vida en el pasado (o quizá no). Lo que no es poco. Desde los años cincuenta, el cine de ciencia ficción nos ha regalado invasiones de alienígenas hostiles, pero en los últimos 35 años les hemos devuelto la jugada. De acuerdo con la Sociedad Planetaria, Marte es el mundo más invadido por los seres humanos después de la Luna. Pero no es un mundo amigable. La mitad de los intentos para conquistarlo –unos cuarenta– han fracasado. Si mañana la Curiosity tiene éxito, se unirá a un grupo selecto aunque reducido de sondas robot que están escudriñando este extraño mundo.

Un láser vapori­zará una muestra de roca. Es una oportunidad para encontrar materia orgánica

La lista es corta, pero fascinante. La Mars Reconnaisance Orbiter de la NASA se encuentra en órbita desde 2006, fotografiando el planeta con sus cámaras y espectrómetros; el rover Opportunity, que aterrizó en 2004, se encuentra ahora explorando un cráter de 22 kilómetros (su hermano gemelo, Spirit, se quedó atascado en el fango y agotó sus baterías hace poco más de dos años, se le da por muerto); la Mars Express, de la Agencia Espacial Europea, llegó en 2003 y está proporcionando las visiones más fabulosas del paisaje marciano en tres dimensiones, pero el robot que transportaba, el Beagle 2, se estrelló en su intento de amartizaje; la Mars Oddisey, de la NASA, llegó en 2001, un mes después de los atentados del 11 de septiembre. Ha detectado depósitos masivos de agua helada bajo los polos marcianos.

Marte también está lleno de cadáveres metálicos y tiene una historia de fracasos sonados. Rusia ha lanzado hacia allí un total de 17 sondas, pero ninguna ha tenido éxito. No ha podido superar una especie de maldición (en contraste con la fiabilidad de sus cohetes rusos para transportar personas). El fiasco más reciente fue el Phobos-Soil, que se lanzó el pasado enero, pero que no pudo colocarse en la órbita adecuada y cayó al océano Pacífico (llevaba en su interior una sonda china, la Yinghuo-1). Estados Unidos tiene el monopolio de victorias, y algunas derrotas especialmente dolorosas. La Mars Polar Lander, que debía dejar dos sondas, se perdió poco después de llegar a Marte en Navidades de 1999 por un fallo de software; el Mars Climate Orbiter tuvo el mismo destino en septiembre de 1999 por un error de la NASA al enviar datos a la nave en el sistema anglosajón, ¡cuando esta los calculaba en el sistema decimal!; el Mars Observer desapareció tres días antes de llegar a Marte en 1993… Por su parte, la sonda japonesa Nozomi no llegó más que a aproximarse a 1.000 kilómetros de Marte y ahora está orbitando el Sol como chatarra espacial. Europa ha logrado un éxito importantísimo con la Mars Express. “Sigue su camino, y cumplirá diez años el año que viene, sus instrumentos aún funcionan, es algo que nunca imaginamos”, dice el español Agustín Chicarro, científico principal de Marte de la Agencia Espacial Europea.



Lo más extraordinario de todo no es el número de fracasos –la exploración espacial es un asunto difícil–, sino el hecho de que de todas las misiones que han alcanzado el planeta solamente dos fueron pensadas para detectar directamente vida en el rojizo y helado suelo marciano. Las naves gemelas Viking 1 y 2 llegaron allí hace ahora 36 veranos, en 1976. Fueron las primeras en posarse sobre el planeta rojo. Gilbert Levin, el científico responsable de uno de los experimentos –bautizado como el experimento de liberación marcada o LR –, no duda ahora de su éxito. “Encontraron vida”, afirma Levin al otro lado del teléfono a El País Semanal. El mundo científico entonces no lo creyó así. Pero existe una posibilidad de que la Curiosity, que no lleva ningún experimento directo para hallar vida, le dé la razón.



Las Viking aterrizaron en dos puntos separados más de 6.400 kilómetros. Tomaron muestras del suelo marciano y depositaron sobre ellas una solución de nutrientes marcados con carbono-14, un isótopo radiactivo. De existir microorganismos, estos metabolizarían la comida, exhalando dióxido de carbono radiactivo como consecuencia de su digestión. Los instrumentos detectaron la presencia de este gas radiactivo en todos los casos. Para descartar que el fenómeno no se debiera a un proceso biológico, se calentaron muestras hasta 160 grados centígrados, y se repitió el proceso. El suelo no producía gas, presumiblemente porque los microorganismos habrían muerto por el calor.



A pesar de estos resultados, la NASA descartó la posibilidad de vida debido a que otros aparatos fueron incapaces de detectar materia orgánica. El chasco fue monumental. “Los resultados del experimento LR fueron rechazados”, cuenta Levin, quien aceptó en principio la decisión de la NASA por prudencia. Hasta que en 1997, y tras numerosas investigaciones, cambió de parecer. Por una parte, explica, el cromatógrafo de la clase que llevaba la Viking para encontrar materia orgánica empezó a fallar en numerosas pruebas realizadas aquí, en la Tierra. A veces era incapaz de detectar restos orgánicos en muestras de suelo repletas de bacterias. Sin embargo, eso no ha sucedido con el experimento LR, el cual ha pasado elegantemente todas las pruebas. “Ningún otro ha logrado duplicar los resultados positivos del LR, salvo con microorganismos vivos. Lo hemos ensayado miles de veces, antes de la misión de las Viking y después, y en ninguna ocasión obtuvimos un fallo positivo o negativo. Si los microorganismos estaban ahí, el LR los encontró”. Levin no lo duda. Su técnica funciona tanto en Marte como en nuestro planeta. De haberse realizado en 1976 en la Tierra, “nadie nos habría disputado el hecho de que habríamos encontrado vida”.



Desde entonces, este experto, que trabaja en el Centro Beyond de la Universidad de Arizona junto con destacadas figuras científicas, como Paul Davies o Lawrence Krauss, está convencido de que si la Curiosity no se estrella mañana –le da un 50% de posibilidades de éxito–, el rover apoyará sus conclusiones. “Lleva un sistema mucho más sensible para rastrear materia orgánica. Tiene un láser que vaporizará una muestra de roca, y otros láseres realizarán análisis espectrográficos. Ellos [en referencia a los responsables de la misión] tienen una oportunidad excelente para encontrar materia orgánica. Estoy seguro de que la detectarán en cantidades suficientes como para justificar los microorganismos que nosotros encontramos en 1976”.



Marte está lleno de cadáveres metálicos y tiene una historia de fracasos sonados

A Levin no le importa sentirse casi como un hereje, en contra del consenso científico. Eso le carga de polémica. “La tectónica de placas tardó más de cuarenta años en admitirse”, dice. Su elegante experimento de nutrientes marcados dio entonces mucho que hablar, pero la atención del mundo se desvió hacia otros aspectos más mundanos al certificar la ciencia que Marte era oficialmente un planeta baldío. Por entonces, los científicos interesados en estudiar la vida en otros planetas –los exobiólogos en suma– no eran legión. Fueron apartados de golpe. Sin embargo, esta historia ha cambiado gradualmente.



El descubrimiento de que muchos microorganismos son capaces de soportar ambientes terribles –hay bacterias capaces de vivir en el interior de los reactores nucleares, resistiendo dosis letales de radiación, o bajo el hielo antártico– ha convencido a la NASA de que Marte tiene un pasado –y quizá un futuro– para la vida. Es un mundo muy rico en hierro, aunque en estado de chatarra. Y el hierro, según han puesto de manifiesto las investigaciones del científico español Ricardo Amils y su equipo en Minas de Riotinto (Huelva), es también una fuente de energía para determinados microorganismos capaces de vivir en ambientes totalmente desprovistos de oxígeno. La exobiología se llama ahora astrobiología. “Marte es el planeta más fascinante de nuestro Sistema Solar, aparte de la Tierra, precisamente porque tiene las mejores probabilidades de haber albergado vida en el pasado”, recalca en un correo electrónico el excelente planetólogo James Kasting, de la Universidad de Pensilvania en Estados Unidos. “Esa es la razón del interés de la NASA”.



La mayoría de los expertos creen que la vida en la superficie marciana es muy improbable. El planeta está oxidado, bañado por dosis letales de rayos ultravioleta, no hay agua líquida precisamente por lo enrarecido que está el aire marciano (la presión atmosférica allí es cien veces inferior a la de la Tierra). Argumentan que es preciso excavar quizá decenas de metros en el suelo marciano para tener alguna posibilidad razonable de encontrar vestigios fósiles, y quizá –solo quizá– alguna forma viva. Pero esa tecnología queda lejos. Marte se nos escapa. Disponemos de sensores capaces de detectar moléculas y un asombroso poder de computación, pero la presumible vida marciana se escurre entre los dedos. La evolución tecnológica acontecida en las tres últimas décadas no nos ha permitido responder a los interrogantes que dejaron las Viking. ¿Por qué no repetir los experimentos de detección directa usando una tecnología mucho más sofisticada? ¿Por qué no ir al grano?

Hasta que no vayan seres humanos, tal vez sea difícil determinar si existió vida”

“Es la pregunta clave”, responde Levin. Y suelta la bomba. “Se la he formulado a los oficiales de la NASA muchas veces. Y la única respuesta que me han dado fue: “Nos quemamos los dedos con las Viking, ya que tus experimentos nos proporcionaron una respuesta ambigua. Y nos tememos que si vamos con otro experimento de detección de vida, podríamos obtener otra respuesta ambigua, y eso ocasionaría un gran daño a nuestro programa”. Para Levin, la actitud de la agencia espacial es contraria a la ciencia. Es mucho más política que científica. Es como si la NASA no quisiera pillarse los dedos otra vez, escarmentada con el patinazo del famoso meteorito marciano ALH84001, presentado por el presidente Clinton como una evidencia de vida alienígena que no fue ratificada después. Las Viking, insis­­te Levin, dejaron un capítulo abierto a se­­guir.“Tienes que duplicar los experimentos para expandir la base del conocimiento. Pero ellos nunca lo han hecho”.



La NASA espera traer algún día muestras de roca y suelo marciano a la Tierra para zanjar la cuestión, pero Levin se muestra muy crítico; como un auténtico outsider, al que le dan la razón al menos un puñado de astrobiólogos, afirma: “Si hay microorganismos marcianos, sería muy imprudente traerlos aquí. No sabemos si serán peligrosos. Demostramos que si encerrábamos suelo marciano en una caja durante dos meses, su actividad se esfumaba. Traer una muestra a la Tierra requiere al menos nueve meses de viaje. No sabemos qué temperatura o pH tendríamos que mantener. Lo más probable es que los microorganismos llegasen ya muertos, por lo que no sabríamos si hay o no vida en Marte”.



A pesar de todo, la Curiosity podría desvelar un misterio que no se encuentra en la superficie, sino sobre ella. En una novela policiaca, este enigma podría llamarse el caso del metano misterioso. El gas ha sido detectado por la Mars Express. Los volcanes producen metano, pero en Marte todos están apagados. ¿De dónde diablos procede este metano? Los cálculos sugieren que en Marte, el metano atmosférico no podría durar mucho: se oxidaría a los trescientos años. Las mediciones indican que la cantidad de este metano varía con las estaciones marcianas y con la latitud, así que debe de existir una fuente que está reemplazando el metano que se pierde. En la Tierra, las bacterias producen grandes cantidades de este gas. James Kasting está muy interesado en el problema. La Curiosity tiene un cromatógrafo de gases “capaz de medir el metano a niveles muy bajos”, explica. “Y eso podría tener implicaciones en el caso de que Marte tuviera al­­gún tipo de vida subterránea”. Pero Kasting se muestra muy cauto al respecto. La posibilidad existe, pero también es factible explicar la presencia de este gas sin acudir a la presencia de la vida.



Para Agustín Chicarro, la Curiosity no va a cerrar la cuestión de la vida en Marte. El misterio seguirá, ya que hay posibilidades de que “exista agua líquida bajo la superficie. Hasta que no vayan probablemente seres humanos allí, tal vez sea difícil determinar si la vida en Marte existió o se refugió en lugares concretos”. Lo cierto es que este mundo no ha perdido ni un ápice de magnetismo. Conserva intacta la capacidad de sorprendernos ocultando un poco más sus secretos.Para Agustín Chicarro, la Curiosity no va a cerrar la cuestión de la vida en Marte. El misterio seguirá, ya que hay posibilidades de que “exista agua líquida bajo la superficie. Hasta que no vayan probablemente seres humanos allí, tal vez sea difícil determinar si la vida en Marte existió o se refugió en lugares concretos”. Lo cierto es que este mundo no ha perdido ni un ápice de magnetismo. Conserva intacta la capacidad de sorprendernos ocultando un poco más sus secretos.

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