El primero y más grande de los
Tolomeos se propuso levantar, en la isla que tiene a su frente Alejandría, alta
y soberbia torre, sobre la que una hoguera siempre viva fuese señal que
orientara al navegante y simbolizase la luz que irradiaba de la ilustre ciudad.
Séstrato, artista capaz de un golpe olímpico, fue llamado para trocar en piedra
aquella idea. Escogió blanco mármol; trazó en su mente el modelo simple, severo
y majestuoso. Sobre la roca más alta de la isla, echó las bases de la fábrica,
y el mármol fue lanzado al cielo mientras el corazón de Sóstrato subía de
entusiasmo tras él. Columbraba allá arriba, en el vértice que idealmente
anticipaba: la gloria. Cada piedra, un anhelo; cada forma rematada, un
deliquio. Cuando el vértice estuvo, el artista, contemplando en éxtasis su
obra, pensó que había nacido para hacerla.
Lo que con genial atrevimiento había
creado era el Faro de Alejandría, que la antigüedad contó entre las siete
maravillas del mundo. Tolomeo, después de admirar la obra del artista, observó
que faltaba al monumento un último toque, y consistía en que su nombre de rey
fuera esculpido, como sello que apropiase el honor de la idea, en encumbrada y
bien visible lápida. Entonces Sóstrato, forzado a obedecer, pero celoso en su
amor por el prodigio de su genio, ideó el modo deque en la posteridad, que
concede la gloria, fuera su nombre y no el del rey el que leyesen las
generaciones sobre el mármol eterno.
De cal y arena compuso para la lápida de
mármol una falsa superficie, y sobre ella extendió la inscripción que recordaba
a Tolomeo, pero debajo, en la entraña dura y luciente de la piedra, grabó su
propio nombre. La inscripción, que durante la vida del Mecenas fue engaño de su
orgullo, marcó luego las huellas del tiempo destructor; hasta que un día, con
los despojos del mortero, voló, hecho polvo vano, el nombre del príncipe. Rota
y aventada la máscara de cal, se descubrió, en lugar del nombre del príncipe,
el de Sóstrato, en gruesos caracteres, abiertos con aquel encarnizamiento que
el deseo pone en la realización de lo prohibido.
Y la inscripción vindicadora duró cuanto el
mismo monumento; firme como la justicia y la verdad; bruñida por la luz de los
cielos en su campo eminente; no más sensible que a la mirada de los hombres, al
viento y a la lluvia.
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